Diciembre es, quizás, uno de los meses más esperados y más populares del año en todo el mundo. Especialmente, creo, acá en el Hemisferio Sur: fin de clases (si fuiste buen alumno durante el año y no te llevás ninguna materia a recuperatorio), vacaciones largas (ídem si no tenés que rendir materias, seas de primaria, secundaria o superior), las Fiestas, el comienzo del verano, todo. A eso hay que sumarle las despedidas de año, los cierres, las cenas, el aguinaldo… Sin dudas, es una de las etapas más especiales de nuestro calendario. Y cuando sos chiquito, vivís a full toda esa magia.
Llega diciembre, y en todos lados
empieza a proliferar la decoración navideña. Y la figura de un gordo bonachón
vestido de rojo va acaparando vidrieras y pantallas. Siempre que arranca el
doceavo mes de cada año, se disparan las ofertas, las promociones, la
publicidad casi agresivamente decorada. Pan dulce, turrones, budines,
garrapiñada, sidras y otros alimentos típicos de esta época invaden las
góndolas, siendo publicitados con suficiente anticipación.
Otro indicio bien claro del
inicio de esta festividad es que en la televisión (y otros homólogos, como las
plataformas de streaming), vuelven a transmitirse algunos de los
indiscutibles clásicos navideños: El Grinch (todos conocemos al de Jim
Carrey), Mi pobre angelito o El regalo prometido (esa donde
Schwarzenegger lo da todo para conseguirle un muñeco de super héroe a su hijo).
Además, en los canales de animación tampoco pueden faltar los especiales
navideños… que en el 99% de los casos están basados o inspirados en Un
cuento de Navidad. Me imagino al pobre Charles Dickens revolviéndose en su
tumba cada vez que sacan una nueva versión de su obra (en serio, por favor,
¡piensen en otra cosa para su especial navideño!).
Algo que me llamaba la atención
en mi infancia era por qué había nieve y frío y todo eso en los dibujitos,
mientras en mi país, en mi ciudad, hacía 30 grados de calor a la sombra. Más de
grande entendí que este desfasaje entre lo que veía en mi entorno y lo que veía
en la tele se debía principalmente a dos cuestiones: primero, lo más obvio, la
diferencia estacional entre Hemisferio Norte y Hemisferio Sur, y lo segundo es
la penetración cultural del Norte por sobre el continente americano y el resto
del mundo. Y que la mayoría de las producciones audiovisuales proviene de ahí,
principalmente de Estados Unidos. Por eso, hoy la Navidad se asocia con
ambientes nevados, con Santa Claus/Papá Noel que pasa en su trineo cargado de
regalos y tirado por renos, con el arbolito decorado, adornado e iluminado, y
con toneladas de comida y bebida, juntadas familiares, paquetes envueltos
esmeradamente, y peleas por los terrenos de la abuela.
Claro que no se puede soslayar el
profundo sentido religioso de la Navidad, básicamente el hecho que le da
origen: el nacimiento de Jesucristo. Para los cristianos, ése es el significado
principal de la fecha. Todo lo demás, bueno… acá voy a caer en la denuncia
fácil: el capitalismo ha hecho de esta festividad uno de los epítomes del
consumismo mundial. Para ejemplo, creo que alcanza con recordar que el creador
e impulsor principal en cuanto al marketing del personaje de Santa Claus es la
Coca Cola.
Pero acá quiero hablar de la
Navidad no desde la rama consumista ni religiosa, sino más desde la rama
cultural, más precisamente desde la ficción. ¿Quién no habrá visto alguna vez El
Grinch, Mi pobre angelito, El regalo prometido, El Expreso Polar
o cualquiera de las adaptaciones de Un cuento de Navidad o cualquiera de
las tantas comedias navideñas que suelen salir cada cierto tiempo? La mayor
parte de ellas busca transmitir, a su manera, el mismo mensaje: “la Navidad no
se trata de regalos o cosas materiales sino de la unión y del amor entre las
personas”. Es un mensaje muy bello, ciertamente, pero que a veces, sin querer,
termina siendo opacado por la parafernalia consumista navideña. O sea, en otras
palabras, la moraleja no termina de ser convincente por la hipocresía implícita
dentro de la obra.
Para que se entienda mejor la
idea, vamos a analizar un poco El Grinch (en cualquiera de sus versiones).
Casi todos conocemos la historia. Los habitantes del pueblo Villa Quién viven
los 365 días del año obsesionados con la Navidad en todos sus aspectos. Digamos
que prácticamente no celebran otra cosa. La manera en que se toman tan en serio
esta festividad podría reflejar cierta crítica al hiper-consumismo actual. Son
gente tan centrada en lo más superficial y aparatoso —en otras palabras, lo
puramente comercial—, que es lógico que el Grinch pensara que la mejor forma de
arruinarles la Navidad era robarles todo. Como si fuera un Santa Claus a la
inversa: en vez de traer regalos, se los lleva; incluidos los árboles, las
decoraciones, la comida, absolutamente todo. Literalmente desvalija Villa Quien,
y sus habitantes no tardan en lamentarse de modo lastimero en cuanto descubren
que no queda nada de su “navidad”.
El final lo conocemos todos. No
sé si hace falta realizar el aviso de spoilers. Pero a lo que quiero
llegar es al clímax, al momento en que se termina de desarrollar el personaje
del Grinch. El trineo con los regalos casi, casi que se cae al precipicio…
hasta que el Grinch, una vez producida en su interior la transformación
espiritual, logra evitar la caída. Entonces el Grinch regresa al pueblo,
devuelve los regalos, y todos felices y contentos. Es un final muy bonito, sí,
pero medio que te termina empañando el mensaje. No me malinterpreten si digo
que hubiera sido más interesante que los regalos sí se terminaran cayendo y que
quedaran destruidos. No es de mala leche, pero hubiera sido un buen refuerzo de
la moraleja. Además, en la película el Grinch demostró tener una gran habilidad
para construir y arreglar cosas: de los restos destruidos de la navidad hubiera
podido crear otra. El tema es que, por supuesto, este final alternativo no
habría caído muy bien al público. No sería “vendible”. El tema es que, por
supuesto, el rescate y la devolución de los regalos son el recurso narrativo
para mostrar el cambio en el Grinch. Su “redención” tras la terrible fechoría
cometida. A su manera, también funciona como moraleja: cuando robas algo,
corresponde que lo devuelvas. Sin embargo, el mensaje principal, el que tiene
que ver con que se puede festejar Navidad de manera simple y sin tanto gasto,
queda un poco empañado.
De ahí se desprenden dos de los
elementos constitutivos de casi cualquier historia navideña: esto de “salvar la
Navidad” o lo de “arruinar la Navidad”. Estos elementos, de una u otra manera,
giran en torno a lo material: comprar / buscar / recuperar regalos, preparar la
fiesta, ayudar a Santa Claus a repartir los regalos, entre otras cosas. A
veces, en muy contadas ocasiones, nos podemos encontrar con alguna película,
serie o libro que se atreve a salir de los moldes y presenta algo distinto. Por
ejemplo, recuerdo un capítulo de Los Simpson en el que se presentaba un
segmento ambientado en la Segunda Guerra Mundial. Mientras Homero se queda en
casa con los niños, Marge se encuentra en el campo de batalla. Un año antes, Marge
había sido reclutada para el ejército en el mismo día en que iba con Lisa a
comprar un árbol de navidad. Ese hecho dejó una profunda marca en Lisa, por lo
cual la niña empezó a odiar los árboles navideños. Sobre todo porque, en el
presente de la historia, la familia no ha recibido noticias de Marge. Lo
interesante de este episodio es la subversión del simbolismo del arbolito: de
representar algo positivo, pasa a ser el signo de un momento traumático, o
relacionado a la pérdida de un ser querido. Festejar Navidad no es tan sencillo
cuando hay una persona que falta en la mesa, independiente del motivo que sea.
Si se trata de contar historias
con Navidades que no hayan sido tan bonitas como se las muestra en los medios,
hay muchísima tela de donde cortar. Por mencionar un ejemplo: el 30 de
diciembre de 2004 se produjo un incendio en un boliche de Capital Federal, en
el que murieron casi doscientas personas, especialmente jóvenes. Si bien esta
tragedia ocurrió cerca de Año Nuevo, no cuesta imaginar lo que debió haber sido
la Navidad del 2005 para las familias de las víctimas. Uno o dos platos menos
en la mesa familiar, y ausencias que creo que hasta el día de hoy han de seguir
doliendo. O, sin irnos tan lejos: ¿quién se animaría a relatar lo que fueron
las fiestas en el 2020, un año terrible, donde miles de personas no pudieron
siquiera despedir a sus seres queridos? ¿o en la post-pandemia: 2021, 2022? Sin
ir más lejos: en mi casa todavía transitamos el luto, porque en abril de este año
falleció mi papá, quien fue para todos una gran persona. Y hasta el día de hoy
me pregunto cómo, por qué se tuvo que ir. A pesar de que hayan pasado varios
meses, todavía duele su ausencia, todavía cuesta aceptar que no está con
nosotros. Pero nos toca seguir adelante, honrando su memoria y manteniendo su
recuerdo, siempre unidos como familia.
Tal vez sería una apuesta muy
arriesgada producir una película o publicar una novela donde no haya una
Navidad colorida, llena de regalos, música y alegría, sino una impregnada de
nostalgia, de tristeza, de abandono. Una obra que se atreva a representar otra
cara de la realidad, las otras realidades posibles que no son superficiales o
acartonadas sino profundamente humanas y que están a nuestro alrededor, aunque
no nos paremos a mirarlas. Y aún dentro de ese escenario tan desfavorable,
puede aparecer algo del espíritu navideño, una mínima luz de esperanza, algo
que reduzca un poco lo deprimente. Sé que no es comercialmente atractivo, pero
si alguien se animara a presentar una historia bien contada, de manera que
cualquier persona pueda empatizar con los personajes, y libre de la hipocresía
super consumista, podría llegar a tener tanto éxito como cualquiera de los clásicos
navideños de hoy. Sería cuestión de darle una oportunidad.
Más allá de todo, este artículo
no es más que un puñado de reflexiones. Sin ánimo de hacer ninguna clase de
juicio de valor, porque no soy más que una simple bacteria en esta gran macrobiota
digital. Simplemente, quería escribir y compartir algo para estas fechas, como
una piedrita que se lanza al agua y que va produciendo algunos ecos en su rebote
hasta hundirse en el fondo.
Sin más que agregar, que el ya
consabido “¡Felices Fiestas!”, me despido, dejando por acá abajo una historieta
para seguir pensando y manteniendo el debate.
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