Según leí en
una publicación de Osvaldo Reyes en Instagram, los habitantes de Corea del
Norte tienen tiempo hasta hoy, 20 de enero, para entregar 500 kilos de “abono”,
que no es otra cosa que heces, o como le solemos decir “bosta”, “popó”, “caca”,
etcétera. Todo este subproducto humano (y también el animal) se utilizará para
preparar el fertilizante que será usado en la temporada de siembra. El post
explica que, si los campesinos no alcanzan la cuota de heces exigida, recibirán
un castigo, y su desesperación -por increíble que parezca- los conduce al
mercado negro de excremento o a asaltar a los vecinos para robarles el
contenido de las letrinas. Así se termina armando una “guerra del abono”.
Tocaría
chequear la veracidad de esta información, pero si recordamos que Corea del
Norte se encuentra bajo un estricto régimen militar y socialista, bueno… no
suena muy descabellado. Por otro lado, lo que llama particularmente la atención
es cómo algo sin valor intrínseco alguno y que normalmente tratamos como
desecho, puede volverse un material muy codiciado en determinadas
circunstancias. En este caso, la obligación gubernamental de entregar una
cantidad específica de heces provoca que los habitantes traten de juntarlas de
donde puedan, y que en el proceso hasta se forme un mercado clandestino. A
nosotros puede sonarnos a locura o a premisa de un programa de comedia, pero la
realidad es que es algo mucho más común de lo que creemos.
Por poner un
ejemplo de una experiencia reciente en el mundo: de 2019 para atrás, ¿quién se
iba a preocupar tan concienzudamente por conseguir alcohol al 70%? Ya sabemos
que durante y después del 2020, el alcohol se convirtió en un producto casi de
primera necesidad en el contexto de la pandemia de Covid-19, lo mismo que los
barbijos o tapabocas. Recuerdo una noticia que escuché por ese tiempo, de un
avivado disfrazado de sacerdote que vendía “alcohol bendecido” a los fieles a
algo de 1000 pesos el litro. O, si nos venimos un poco más cerca en el tiempo,
recordemos la invasión de mosquitos del año pasado. Las ventas de repelentes se
fueron al alza, hubo escasez de repelentes e insecticidas, y hasta proliferaron
los repelentes caseros en las redes sociales. Eso por dar dos ejemplos de
productos “normales”, porque si nos metemos en Internet podemos encontrar cada
cosa a la venta que uno dice “¿en serio a quién se le ocurriría comprar
esto?”. Y si no me creen, busquen en Google “agua de calzón”.
Como las leyes
de la oferta y la demanda son volátiles de acuerdo a las circunstancias que
atraviesa una sociedad hiperconsumista, casi cualquier cosa podría convertirse
en un ansiado objeto de consumo. Conforme crezca la demanda, el precio irá
subiendo, al punto de que los que no puedan pagar tengan que recurrir a medios
poco convencionales o directamente ilegales, como el robo, la estafa, comercios
paralelos. Y eso estará en auge por lo menos hasta que vuelvan a cambiar las
reglas del juego. Básicamente, cuando por esas cosas de la economía, el
producto estrella del momento caiga estrellado.
De eso trata el
cuento del que les quiero hablar hoy, que se titula El auge de la bosta de vaca, de Damon Knight. El título ya de por sí es llamativo, y más llamativa
es su historia. Aquí los extraterrestres existen, pero no vienen a invadirnos
ni nada por el estilo: vienen a la Tierra a hacer turismo o como estudiantes de
intercambio. Andan en autos lujosos y manejan dinero contante y sonante, el
cual gastan sin mucha preocupación en cualquier baratija que los locales puedan
ofrecerles.
Al principio se
nos presenta al señor y la señora Crawford, que tienen una cestería al costado
de una ruta. Un día aparece una pareja de extraterrestres, los hercus,
que lejos de fijarse en las cestas, se terminan interesando por una simple
bosta que una vaca dejó distraídamente el día anterior. Ante la insistencia del
visitante alienígena, el señor Crawford, ni lerdo ni perezoso, le vende el
desecho orgánico en veinticinco centavos de dólar. A partir de ahí arrancaría
un nuevo negocio, más lucrativo que los canastos.
El cuento da un
salto temporal de dos años, en los cuales podemos suponer que la venta bostera
fue creciendo y ampliándose hasta el punto de que ahora hay distintas
categorías: con una o dos espirales, “reina”, “emperador”, etc. El capitalismo
haciendo de las suyas, básicamente. Los señores Crawford llegaron a tener hasta
siete rebaños, y en una revista decía que la lechería era un buen negocio
“lateral” (o sea, derivado del principal). Pero ahora hay un problema: las
ventas de bosta han bajado drásticamente debido a que los hercus se
están volviendo a su planeta. Y lo peor es que no piensan regresar a la Tierra.
Esto hace que los vendedores terminen despachando valiosas mercancías a precios
irrisorios, con tal de no ganar por lo menos un poco con las últimas
existencias.
Sobre el final
del cuento, pese al ocaso del mercado de la bosta, otro nuevo estará por surgir.
Delbert, un empleado del matrimonio Crawford, termina de comer una manzana y la
tira al suelo. Al instante, llegan nuevos turistas alienígenas a la tienda, los
serpos. A uno de ellos le llama de inmediato la atención ese centro de
manzana que Delbert acaba de arrojar al suelo. Al señor Crawford le brillan los
ojos, pero el pibe se aviva muy rápido, y renuncia. Cuando volví a leer el
cuento, solté una carcajada en esta parte, porque me dije: “por supuesto que va
a renunciar, porque sino lo van a tener asqueado de comer manzanas todo el
día”. Pero la avivada de Delbert fue mucho más allá: el chico anunció que se
iría a vivir con su tío, quien posee justamente un huerto de manzanas. “Hay que
estar cerca de la fuente de abastecimiento”, dijo Delbert. Un genio total.
Divertido y
crudamente realista a la vez, creo que el cuento metaforiza muy bien cómo
funciona el mercado, especialmente en relación al turismo. Los alienígenas
representan, obviamente, a aquellos turistas que tienen la posibilidad de
visitar países muy diferentes al suyo. O, bueno, en este caso, un planeta
diferente al suyo, donde tal vez no existen las vacas y, por ende, no existe la
bosta. Por eso les interesa comprarla, porque es algo que no hay en su lugar de
su origen, y les parece un objeto curioso. Esa curiosidad es pronto
capitalizada por los lugareños, que ven una mina de oro en sus campos atestados
de vacas. Imagínense si eso pasara en Argentina, capaz salvamos nuestra
economía… Bueno, ya entramos en el terreno de la utopía.
¿Qué casos
conocen que sean parecidos al que se relata en el cuento? Pueden dejarlo en los
comentarios.
Esto ha sido
todo por hoy. Espero que pasen una buena semana y, si no se han ido de
vacaciones todavía, recuerden apoyar los negocios locales (tampoco compren
cualquier huevada, tengan un poco de criterio).
¡Nos leemos la
próxima!
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