viernes, 3 de enero de 2025

Venganza o Justicia por mano propia: dos casos de análisis en la ficción

 



 

AVISO: Este texto contiene spoilers de la película El secreto de sus ojos. Si no la han visto aún y tienen la intención de verla, recomiendo leerlo después.

 

 

Aunque puedan parecer sinónimos, la venganza y la justicia por mano propia no son necesariamente lo mismo, pese a ser motivadas por iguales causas. La venganza implica básicamente tomar revancha como respuesta a una ofensa, tratando de satisfacer nuestra rabia o rencor por esa ofensa. Mientras que la justicia por mano propia es cuando una persona se arroga la autoridad de castigar un delito, pasando totalmente por alto las vías legales. Ambas pueden ser comprensibles dentro del contexto en el que ocurren, pero no por eso se las puede considerar válidas o justas. Pueden compartir, como rasgos comunes, la violencia, la desmesura y la impulsión por sentimientos negativos (ira, odio, rencor, etc.). Pero a su vez, las diferencian los objetivos, las acciones y los resultados a los que llegan. De todas maneras, ninguna es recomendable realmente como forma de lidiar con los problemas en sociedad.

Sin embargo, hoy no pretendo llevar a cabo un debate moral, ético o filosófico acerca de este tema, sino abordarlo desde el plano de la ficción, mostrando cómo se representan la venganza o la justicia por mano propia a través de dos personajes distintos. En el primer caso, tenemos al moreno del cuento “El fin”, de Jorge Luis Borges, y en el segundo caso, tenemos a Morales, de la película El secreto de sus ojos, del director Juan José Campanella.

 

La venganza es uno de los tópicos más atrayentes de una obra, sea novela, película, serie u obra de teatro. Como espectadores podemos llegar a sentir interés o cierta compasión por la persona agraviada que busca un resarcimiento por el daño que otros le han hecho, sin importar si los medios de los que se vale para llevarlo a cabo son moral o legalmente correctos. ¿Quién no ha sido alguna vez molestado, humillado, perjudicado en su vida? ¿Quién no ha sentido alguna vez esas ansias de tomar revancha por lo que le hicieron, imaginando muchas formas de retribuirle al otro ese daño? Hay rencores que pueden perdurar por años, envenenando nuestro interior, y que quedan sin resolver. Por eso, quizá, nos da cierta satisfacción ver cómo consiguen su venganza el o la protagonista de un cuento, novela, película, serie, etc. Es natural que nos pongamos de su lado porque conocemos su pasado, su tragedia, lo que lo llevó a actuar así. El problema es qué viene después de cumplida la venganza. Qué nos queda, más allá del simple sentimiento de satisfacción. Cómo culmina ese proceso interno, y cómo afecta a la persona y su entorno.

        Antes de empezar con el cuento de Borges, hay que ponernos un poco en contexto, ya que este cuento está inspirado en el Martín Fierro, de José Hernández, presentándose como una especie de continuación/epílogo de la obra.

En el Canto VII de la primera parte, el gaucho va a una fiesta, se encuentra con amigos, se pasa de copas y se le da por querer pelear. Empieza burlándose de una morena, y después la sigue con el compañero de la misma, para después terminar peleando con el moreno, a quien acaba matando. No había razón alguna para provocar esta pelea. Ni el gaucho ni el moreno se conocían previamente, tampoco se habían cruzado antes. Pero los efectos de alcohol son así: en el calor del momento, uno no se detiene a pensar en sus actos ni menos que menos en las consecuencias de los mismos.

Ahora, mucho después, en el Canto XXX de la segunda parte, mientras están todos en ronda del fogón cantando sus miserias, aparece un joven muchacho de piel morena que enseguida se trenzará en duelo con Martín Fierro. Esta vez ya no se tratará de un duelo a muerte con cuchillos, sino que la contienda se definirá con guitarras, en un intenso contrapunto donde cada contrincante medirá el conocimiento y la habilidad del otro. En este momento, Fierro, más envejecido y sabio, tiene un espíritu mucho menos belicoso que en la parte anterior, y ya no está como para andar peleándose con cualquiera. Tiene el facón bien guardado, y prefiere defenderse con algo menos letal, que es la música. Nuevamente, sale victorioso. Y es luego de admitir su derrota, que este segundo moreno confiesa su verdadera intención:


Y suplico a cuantos me oigan

que me permitan decir

que al decidirme a venir

no sólo jue por cantar

sino porque tengo a más

otro deber que cumplir.

 

Ya saben que de mi madre

fueron diez los que nacieron;

mas ya no existe el primero

y más querido de todos:

murió, por injustos modos,

a manos de un pendenciero.

 

Los nueve hermanos restantes

como guerfanos quedamos.

Dende entonces lo lloramos

sin consuelo, creanmeló,

y al hombre que lo mató,

nunca jamás lo encontramos.

 

Y queden en paz los guesos

de aquel hermano querido.

A moverlos no he venido;

mas si el caso se presienta,

espero en Dios que esta cuenta

se arregle como es debido.

 

Resulta que el moreno del Canto VII de La Ida, era el hermano mayor de este otro, que no busca si no otra cosa que justicia por la muerte injusta del primero.  Lamentablemente, el hermano menor ni siquiera pudo ganarle una payada al asesino. Uno podría creer que, de haber desenvainado los facones, tampoco habría tenido oportunidad contra Martín Fierro. Aunque Hernández nos cuenta un poco la motivación del hermano del moreno, hablando desde su perspectiva de los hechos, no profundiza mucho en la dimensión de su tragedia. No es muy difícil imaginar lo que sentiría cualquier persona al perder un hermano de esa manera. Y que encima la ley nunca recaiga sobre el culpable (algo demasiado frecuente en este mundo). Sin dudas, a algunos lectores les resultará una decepción que no haya un “repechaje” adecuado para el hermano del moreno.

      De hecho, es posible que haya ocurrido esto en Borges. Tan aficionado como era al culto al coraje, probablemente no le convenció el final de La vuelta del Martín Fierro. De ahí habrá salido su cuento “El fin”, donde el hermano del moreno y Martín Fierro se vuelven a encontrar en una pulpería. Y esta vez, nada de contrapunto con guitarras. El Fierro ducho con el facón y presto para el combate nunca desapareció del todo… solo que antes no era el momento. De hecho, Borges le da una justificación plausible: Martín Fierro no quería dar un mal ejemplo a sus hijos.

 

—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.

El otro replicó sin apuro:

—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.

 

Finalmente, la mano de Borges le brinda al moreno agraviado la victoria que la pluma de Hernández le negó. Pero tampoco esta victoria es muy gratuita:

 

Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

 

El hermano del moreno, entonces, obtiene por fin su venganza. Al menos a través de las palabras de otro escritor (que a pesar de haberse criado en el siglo XX, se siente más un escritor del siglo XIX), recupera un poco de dignidad. Sigue sin tener nombre, pero al menos se le da una identidad más definida. Por otro lado, pese a su victoria apócrifa, ahora pasó a quedar marcado, a llevar sobre sí el mismo estigma que su adversario. Y uno podría preguntarse: ¿valió la pena todo esto? ¿Vale la pena dejar de lado aquello que la vida nos puede ofrecer por perseguir una venganza, por más que esté relacionada a un vínculo familiar? Este muchacho podría haber elegido otra cosa, podría haber decidido seguir adelante, intentar conseguir pareja, formar una familia. La muerte de Fierro no resuelve nada en realidad. No le devolverá la vida a su hermano mayor. Tampoco le dará paz, pues ahora él será perseguido por la ley. No tiene ya otro objetivo o meta que conduzca su vida hacia algo más productivo, algo que de verdad le dé sentido y propósito a su existencia.

Este es, quizá, el principal problema de la venganza. Sobre todo, si es impulsada por la pérdida de un ser querido. Matar al asesino de un hermano, de un padre, una madre o un cónyuge solo nos pondría a nosotros a la misma altura que el criminal: nos volveríamos también nosotros unos asesinos, por mucho que nos consideremos o nos consideren “justicieros”. Mal que mal, matamos a una persona. Sigue siendo un crimen, aunque el otro también haya sido un criminal. Y lo justo es que vayamos presos por ello… Por ganar una satisfacción, terminamos perdiendo un montón de otras cosas por el camino.

Ya lo dijo el buen Don Ramón: “La venganza no es buena, mata el alma y la envenena”. La venganza es un desquite, una revancha, el símbolo por excelencia del “ojo por ojo, diente por diente”, que nace de lo más profundo del ser de una persona, motivado por el dolor y el sufrimiento causados por un agravio. Es un impulso casi natural, cuyo objetivo es, de alguna manera, resarcir todo ese dolor y ese sufrimiento. Tiene mucho que ver con la persona, con su personalidad, su temperamento, y especialmente en cómo procesa los sentimientos durante y después de la tragedia.

 

Ahora toca continuar con el caso de la justicia por mano propia, y quiero hacerlo metiéndome de lleno en una de las películas más exitosas del cine argentino: El secreto de sus ojos.


Estrenada en el año 2009, fue dirigida por el reconocido director Juan José Campanella, quien escribió el guion junto con Eduardo Sacheri, autor de la novela en la que se basa la película: La pregunta de sus ojos. En 2010, El secreto de sus ojos ganó el premio Óscar en la categoría de Mejor película extranjera, un reconocimiento al cine argentino que no se daba desde 1985, con La historia oficial. También recibió muchos otros premios, pero no quisiera detenerme mucho en estos detalles. Si llegaste hasta acá, es probable que ya hayas visto la película. Y si no, por favor, mirala cuando puedas. Como ya avisé al principio del artículo, a partir de ahora va a haber muchos spoilers, es decir, voy a hablar más que nada del final. Si no te gusta que te cuenten el final de una historia, dejá la lectura acá. Si te da lo mismo, pues adelante.

El centro del análisis es Ricardo Morales, interpretado por el actor Pablo Rago. Para mí, este no sólo es un personaje muy bien construido, sino uno de los mejores del cine argentino. Es un hombre trabajador y honesto, un buen tipo… cuya vida de repente es golpeada por el asesinato de su esposa, Liliana. El dolor no lo paraliza del todo, ya que hace lo que puede para ayudar al esclarecimiento del caso, pero a largo plazo sí le va a afectar. No es un tipo violento, pues su primer impulso no es querer ir y matar a trompadas al criminal. De hecho, manifiesta no estar de acuerdo con la pena de muerte: “Le darían una inyección y se quedaría lo más pancho…”; ni con la venganza: “El tipo antes de caer al suelo ya está libre de todo y yo me como cincuenta años en prisión. No, que viva muchos años. Así se va a dar cuenta de que todos esos años van a estar llenos de nada".


Esta es una de las escenas clave de la película. Te muestra la integridad del personaje. El tipo no le desea la muerte ni la miseria al asesino de su esposa. Él confía en la ley y la justicia, ya sea la humana o la del karma. Implícitamente afirma que todos los males se pagan en vida, porque la muerte no resuelve nada, ya que liberaría al sujeto de pagar sus culpas como es debido. Dicho de otra manera, la venganza entendida como “ir y matar al asesino” es inútil. Morales es un personaje conmovedor y trágico, porque vemos cómo su pérdida lo deja estancado, detenido en el tiempo, incapaz de poder soltar su dolor y seguir adelante. Incluso cuando Isidoro Gómez por fin es atrapado y encarcelado, cuando parece que todo terminó… de repente vuelve a estar en libertad, favorecido por una decisión política del momento.

No cuesta mucho imaginarse cómo se sentiría Morales al enterarse de la liberación del tipo que mató a su mujer (y que encima aparece en televisión como guardaespaldas de la vicepresidenta). Alguien que supuestamente debería cumplir cadena perpetua… sale de prisión al poco tiempo. ¿A dónde queda, entonces, la confianza en el sistema de justicia? ¿Qué queda de todo eso, más que decepción, enojo, desilusión? Sería comprensible que el pobre hombre estuviera furioso, teniendo en cuenta lo mucho que amaba a Liliana y cómo lo afectó su pérdida. A veces las pasiones más grandes pueden llevarnos a cometer los actos más increíbles sin una pizca de temor o remordimiento.

Sin embargo, veinticinco años después, cuando Espósito lo busca, Morales parece seguir siendo el mismo. Se cambió de domicilio, y en vez de residir en la ciudad, tiene una casa de campo donde vive lo más tranquilo. Más allá de acusar los cambios típicos de la vejez, no ha cambiado nada. Al hablar de vuelta sobre el caso, le confiesa a Espósito que secuestró a Gómez una noche, lo metió en el baúl de su auto y a un costado de las vías, mientras pasaba el tren, lo mató disparándole cuatro veces. Pero esta es una historia que le cuenta más para dejar conforme a Espósito que otra cosa. Y cuando este insiste sobre cómo pudo hacer para vivir todos estos años sin su mujer, Morales simplemente responde: “Pasaron veinticinco años, Espósito. Olvídese”. Tema cerrado, asunto concluido.

Pero Benjamín no se olvida, no ha olvidado nada. Por eso, a poco de haberse marchado, se queda pensando. Y recuerda ese diálogo que tuvieron años atrás. Ya no le parece creíble esa confesión del viudo. Ahí se da cuenta de que algo no encaja, de que hay algo que el otro le está ocultando. Convencido y motivado por un indicio que notó al principio, cuando llegó a la casa, Espósito pega la vuelta para descubrir la pieza que falta.

Para el final, sobran las palabras. Siento que nada de lo que yo pueda escribir alcanzaría para describir lo que me produce esa escena de la película. Esa frase de Morales, que para mí sirve de perfecto epílogo para el caso: Usted dijo perpetua. El ruego de Gómez: “pídale que aunque sea me hable”. Ahí nos damos cuenta de cuán férrea fue la voluntad de Morales al momento de castigar al asesino de su esposa: ni plomo ni tortura, sino una celda silenciosa. Y ni una sola palabra. Nada. Es la nada que anticipan sus palabras veinticinco años atrás: una vida vacía, una vida incompleta, una vida llena de nada. Y prisión perpetua, como lo dictan la ley y la justicia… aunque en la práctica nunca se cumplan.

Es sin dudas loable la determinación de Morales al hacerse cargo de lo que le corresponde al Estado. Por eso, lo considero el ejemplo más claro de justicia por mano propia, que es cuando un ciudadano inflige un castigo a otro que ha cometido un delito, y es llevado a cabo generalmente a través de medios ilegales o ilícitos. Ciertamente, el secuestro y la privación ilegítima de la libertad son ilegales, pero quién puede juzgar a Morales en este caso, si el sistema de justicia le falló, y liberó a un condenado que se supone que no debería salir nunca de prisión. Obviamente, la mayoría nos pondríamos de su lado, comprenderíamos su razonamiento: si Gómez ha sido sentenciado a cadena perpetua, tiene que cumplir cadena perpetua y punto. Da lo mismo si es en una cárcel estatal o en una celda privada.

El tema es que, al igual que la venganza, la justicia por mano propia también tiene su precio. No sólo por las consecuencias legales y penales que podrían tener lugar fuera descubierto. Al convertirse en el carcelero de Gómez, lamentablemente Morales ha tenido que resignar un montón de aspectos de su vida. No volvió a casarse y no tuvo hijos. Se quedó estancado, detenido en el tiempo, solo con su pena. Sin otras personas a su alrededor que pudieran motivarlo a soltar el pasado y pensar en el futuro, es lógico pensar que el anhelo de justicia se haya vuelto una obsesión para él. Y que no le terminara importando nada más que garantizar la condena del tipo que le arrebató la vida a Liliana, porque en cierta forma también lo mató a él. Y por eso, en cierta forma, la prisión de Gómez lo aprisiona. No me parece casual, de hecho, esa toma donde muestran a Morales como si estuviera detrás de los barrotes, como si fuera un prisionero, que es cuando afirma: “Usted dijo perpetua”. Pasa que, básicamente, es prisionero de su causa. Es lo mismo que cuando juramos guardar un secreto y, atados a nuestro juramento, nos vemos obligados a mentir para proteger esa verdad que no puede ser revelada. Por eso Morales le miente a Espósito, porque prefiere que Espósito crea muerto a Gómez y que así no siga indagando. Y por un momento logra convencerlo… pero no contaba con la astuta memoria del Benjamín.



Acá no quisiera caer en juicios de valor ni debates sobre si es moralmente correcto o no ejercer la justicia por mano propia o buscar venganza, porque cada persona puede tener una opinión distinta formada al respecto. Yo me limito a comentar cómo, desde el plano de la ficción en general, cualquiera de las dos funciona para mostrar los matices de la naturaleza humana ante una pérdida, una injusticia, un crimen no resuelto. El moreno y Morales tienen en común la pérdida: uno perdió a su hermano, el otro a su esposa. Los dos son víctimas de la injusticia: Fierro nunca fue preso por el homicidio del hermano mayor del moreno, mientras que Gómez, si bien cayó preso, fue condenado y encarcelado, no cumplió su condena por un fallo del sistema. El crimen del hermano del moreno nunca se resolvió (institucionalmente hablando), y el otro crimen… bueno, sí se llegó a resolver, por lo menos, pero quedó en nada. Ahora, lo que diferencia a los dos protagonistas de este artículo es el accionar que tomaron en sus respectivas historias: el moreno simplemente quería venganza, cobrándose la muerte de su hermano con la muerte del gaucho que lo mató, pero Morales fue más allá, él procuró que la justicia recayera como correspondía sobre el asesino, sin necesidad en absoluto de mancharse las manos.

De un lado o del otro, tanto el moreno innominado como el viudo representan dos conceptos distintos de lo que es un “justiciero”. No obstante, sus destinos están ineludiblemente unidos a los de los “ajusticiados”. Son alcanzados por las consecuencias de sus actos, ya sea de manera directa o indirecta.

 

Sin más que agregar, me voy despidiendo. Muchísimas gracias por leer este artículo, y me gustaría poder leer sus comentarios con lo que opinan al respecto. Yo no soy más que una simple bacteria en esta enorme macrobiota digital que es Internet, y para nada considero tener la verdad absoluta, por eso me parece importante la interacción con los lectores.

Les dejo un gran saludo, y nos leemos pronto.

 

 

 

 

 

 

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