AVISO: Este texto
contiene spoilers de la película El secreto de sus ojos. Si no la
han visto aún y tienen la intención de verla, recomiendo leerlo después.
Aunque
puedan parecer sinónimos, la venganza y la justicia por mano propia no son
necesariamente lo mismo, pese a ser motivadas por iguales causas. La venganza
implica básicamente tomar revancha como respuesta a una ofensa, tratando de
satisfacer nuestra rabia o rencor por esa ofensa. Mientras que la justicia por
mano propia es cuando una persona se arroga la autoridad de castigar un delito,
pasando totalmente por alto las vías legales. Ambas pueden ser comprensibles
dentro del contexto en el que ocurren, pero no por eso se las puede considerar
válidas o justas. Pueden compartir, como rasgos comunes, la violencia, la
desmesura y la impulsión por sentimientos negativos (ira, odio, rencor, etc.).
Pero a su vez, las diferencian los objetivos, las acciones y los resultados a
los que llegan. De todas maneras, ninguna es recomendable realmente como forma
de lidiar con los problemas en sociedad.
Sin embargo,
hoy no pretendo llevar a cabo un debate moral, ético o filosófico acerca de
este tema, sino abordarlo desde el plano de la ficción, mostrando cómo se
representan la venganza o la justicia por mano propia a través de dos
personajes distintos. En el primer caso, tenemos al moreno del cuento “El fin”,
de Jorge Luis Borges, y en el segundo caso, tenemos a Morales, de la película El
secreto de sus ojos, del director Juan José Campanella.
La venganza es
uno de los tópicos más atrayentes de una obra, sea novela, película, serie u
obra de teatro. Como espectadores podemos llegar a sentir interés o cierta
compasión por la persona agraviada que busca un resarcimiento por el daño que
otros le han hecho, sin importar si los medios de los que se vale para llevarlo
a cabo son moral o legalmente correctos. ¿Quién no ha sido alguna vez
molestado, humillado, perjudicado en su vida? ¿Quién no ha sentido alguna vez
esas ansias de tomar revancha por lo que le hicieron, imaginando muchas formas
de retribuirle al otro ese daño? Hay rencores que pueden perdurar por años,
envenenando nuestro interior, y que quedan sin resolver. Por eso, quizá, nos da
cierta satisfacción ver cómo consiguen su venganza el o la protagonista de un
cuento, novela, película, serie, etc. Es natural que nos pongamos de su lado
porque conocemos su pasado, su tragedia, lo que lo llevó a actuar así. El
problema es qué viene después de cumplida la venganza. Qué nos queda, más allá
del simple sentimiento de satisfacción. Cómo culmina ese proceso interno, y
cómo afecta a la persona y su entorno.
Antes de
empezar con el cuento de Borges, hay que ponernos un poco en contexto, ya que
este cuento está inspirado en el
Martín Fierro, de José Hernández,
presentándose como una especie de continuación/epílogo de la obra.
En el Canto VII
de la primera parte, el gaucho va a una fiesta, se encuentra con amigos, se
pasa de copas y se le da por querer pelear. Empieza burlándose de una morena, y
después la sigue con el compañero de la misma, para después terminar peleando
con el moreno, a quien acaba matando. No había razón alguna para provocar esta
pelea. Ni el gaucho ni el moreno se conocían previamente, tampoco se habían
cruzado antes. Pero los efectos de alcohol son así: en el calor del momento,
uno no se detiene a pensar en sus actos ni menos que menos en las consecuencias
de los mismos.
Ahora, mucho
después, en el Canto XXX de la segunda parte, mientras están todos en ronda del
fogón cantando sus miserias, aparece un joven muchacho de piel morena que
enseguida se trenzará en duelo con Martín Fierro. Esta vez ya no se tratará de
un duelo a muerte con cuchillos, sino que la contienda se definirá con
guitarras, en un intenso contrapunto donde cada contrincante medirá el
conocimiento y la habilidad del otro. En este momento, Fierro, más envejecido y
sabio, tiene un espíritu mucho menos belicoso que en la parte anterior, y ya no
está como para andar peleándose con cualquiera. Tiene el facón bien guardado, y
prefiere defenderse con algo menos letal, que es la música. Nuevamente, sale
victorioso. Y es luego de admitir su derrota, que este segundo moreno confiesa
su verdadera intención:
Y suplico a cuantos me oigan
que me permitan decir
que al decidirme a venir
no sólo jue por cantar
sino porque tengo a más
otro deber que cumplir.
Ya saben que de mi madre
fueron diez los que nacieron;
mas ya no existe el primero
y más querido de todos:
murió, por injustos modos,
a manos de un pendenciero.
Los nueve hermanos restantes
como guerfanos quedamos.
Dende entonces lo lloramos
sin consuelo, creanmeló,
y al hombre que lo mató,
nunca jamás lo encontramos.
Y queden en paz los guesos
de aquel hermano querido.
A moverlos no he venido;
mas si el caso se presienta,
espero en Dios que esta cuenta
se arregle como es debido.
Resulta que el
moreno del Canto VII de La Ida, era el hermano mayor de este otro, que
no busca si no otra cosa que justicia por la muerte injusta del primero. Lamentablemente, el hermano menor ni siquiera
pudo ganarle una payada al asesino. Uno podría creer que, de haber desenvainado
los facones, tampoco habría tenido oportunidad contra Martín Fierro. Aunque
Hernández nos cuenta un poco la motivación del hermano del moreno, hablando
desde su perspectiva de los hechos, no profundiza mucho en la dimensión de su
tragedia. No es muy difícil imaginar lo que sentiría cualquier persona al
perder un hermano de esa manera. Y que encima la ley nunca recaiga sobre el
culpable (algo demasiado frecuente en este mundo). Sin dudas, a algunos
lectores les resultará una decepción que no haya un “repechaje” adecuado para
el hermano del moreno.
De hecho, es
posible que haya ocurrido esto en Borges. Tan aficionado como era al culto al
coraje, probablemente no le convenció el final de
La vuelta del Martín
Fierro. De ahí habrá salido su cuento “El fin”, donde el hermano del moreno
y Martín Fierro se vuelven a encontrar en una pulpería. Y esta vez, nada de
contrapunto con guitarras. El Fierro ducho con el facón y presto para el
combate nunca desapareció del todo… solo que antes no era el momento. De hecho,
Borges le da una justificación plausible: Martín Fierro no quería dar un mal
ejemplo a sus hijos.
—Me estoy acostumbrando a esperar.
He esperado siete años.
El otro replicó sin apuro:
—Más de siete años pasé yo sin ver
a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda
a las puñaladas.
Finalmente, la mano de Borges le
brinda al moreno agraviado la victoria que la pluma de Hernández le negó. Pero
tampoco esta victoria es muy gratuita:
Desde su catre, Recabarren vio el
fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y
se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino
otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el
negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el
pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su
tarea de justiciero, ahora nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino
sobre la tierra y había matado a un hombre.
El hermano del
moreno, entonces, obtiene por fin su venganza. Al menos a través de las
palabras de otro escritor (que a pesar de haberse criado en el siglo XX, se
siente más un escritor del siglo XIX), recupera un poco de dignidad. Sigue sin
tener nombre, pero al menos se le da una identidad más definida. Por otro lado,
pese a su victoria apócrifa, ahora pasó a quedar marcado, a llevar sobre sí el
mismo estigma que su adversario. Y uno podría preguntarse: ¿valió la pena todo
esto? ¿Vale la pena dejar de lado aquello que la vida nos puede ofrecer por
perseguir una venganza, por más que esté relacionada a un vínculo familiar?
Este muchacho podría haber elegido otra cosa, podría haber decidido seguir
adelante, intentar conseguir pareja, formar una familia. La muerte de Fierro no
resuelve nada en realidad. No le devolverá la vida a su hermano mayor. Tampoco
le dará paz, pues ahora él será perseguido por la ley. No tiene ya otro objetivo
o meta que conduzca su vida hacia algo más productivo, algo que de verdad le dé
sentido y propósito a su existencia.
Este es, quizá,
el principal problema de la venganza. Sobre todo, si es impulsada por la
pérdida de un ser querido. Matar al asesino de un hermano, de un padre, una
madre o un cónyuge solo nos pondría a nosotros a la misma altura que el
criminal: nos volveríamos también nosotros unos asesinos, por mucho que nos
consideremos o nos consideren “justicieros”. Mal que mal, matamos a una
persona. Sigue siendo un crimen, aunque el otro también haya sido un criminal.
Y lo justo es que vayamos presos por ello… Por ganar una satisfacción,
terminamos perdiendo un montón de otras cosas por el camino.
Ya lo dijo el
buen Don Ramón: “La venganza no es buena, mata el alma y la envenena”. La
venganza es un desquite, una revancha, el símbolo por excelencia del “ojo por
ojo, diente por diente”, que nace de lo más profundo del ser de una persona,
motivado por el dolor y el sufrimiento causados por un agravio. Es un impulso
casi natural, cuyo objetivo es, de alguna manera, resarcir todo ese dolor y ese
sufrimiento. Tiene mucho que ver con la persona, con su personalidad, su
temperamento, y especialmente en cómo procesa los sentimientos durante y
después de la tragedia.
Ahora toca
continuar con el caso de la justicia por mano propia, y quiero hacerlo
metiéndome de lleno en una de las películas más exitosas del cine argentino: El
secreto de sus ojos.
Estrenada en el
año 2009, fue dirigida por el reconocido director Juan José Campanella, quien
escribió el guion junto con Eduardo Sacheri, autor de la novela en la que se
basa la película: La pregunta de sus ojos. En 2010, El secreto de sus
ojos ganó el premio Óscar en la categoría de Mejor película extranjera,
un reconocimiento al cine argentino que no se daba desde 1985, con La
historia oficial. También recibió muchos otros premios, pero no quisiera
detenerme mucho en estos detalles. Si llegaste hasta acá, es probable que ya
hayas visto la película. Y si no, por favor, mirala cuando puedas. Como ya
avisé al principio del artículo, a partir de ahora va a haber muchos spoilers,
es decir, voy a hablar más que nada del final. Si no te gusta que te cuenten el
final de una historia, dejá la lectura acá. Si te da lo mismo, pues adelante.
El centro del
análisis es Ricardo Morales, interpretado por el actor Pablo Rago. Para mí, este
no sólo es un personaje muy bien construido, sino uno de los mejores del cine
argentino. Es un hombre trabajador y honesto, un buen tipo… cuya vida de
repente es golpeada por el asesinato de su esposa, Liliana. El dolor no lo
paraliza del todo, ya que hace lo que puede para ayudar al esclarecimiento del
caso, pero a largo plazo sí le va a afectar. No es un tipo violento, pues su
primer impulso no es querer ir y matar a trompadas al criminal. De hecho, manifiesta
no estar de acuerdo con la pena de muerte: “Le darían una inyección y se
quedaría lo más pancho…”; ni con la venganza: “El tipo antes de caer al suelo
ya está libre de todo y yo me como cincuenta años en prisión. No, que viva
muchos años. Así se va a dar cuenta de que todos esos años van a estar llenos
de nada".
Esta es una de
las escenas clave de la película. Te muestra la integridad del personaje. El
tipo no le desea la muerte ni la miseria al asesino de su esposa. Él confía en
la ley y la justicia, ya sea la humana o la del karma. Implícitamente afirma
que todos los males se pagan en vida, porque la muerte no resuelve nada, ya que
liberaría al sujeto de pagar sus culpas como es debido. Dicho de otra manera,
la venganza entendida como “ir y matar al asesino” es inútil. Morales es un
personaje conmovedor y trágico, porque vemos cómo su pérdida lo deja estancado,
detenido en el tiempo, incapaz de poder soltar su dolor y seguir adelante.
Incluso cuando Isidoro Gómez por fin es atrapado y encarcelado, cuando parece
que todo terminó… de repente vuelve a estar en libertad, favorecido por una
decisión política del momento.
No cuesta mucho
imaginarse cómo se sentiría Morales al enterarse de la liberación del tipo que
mató a su mujer (y que encima aparece en televisión como guardaespaldas de la
vicepresidenta). Alguien que supuestamente debería cumplir cadena perpetua…
sale de prisión al poco tiempo. ¿A dónde queda, entonces, la confianza en el
sistema de justicia? ¿Qué queda de todo eso, más que decepción, enojo,
desilusión? Sería comprensible que el pobre hombre estuviera furioso, teniendo
en cuenta lo mucho que amaba a Liliana y cómo lo afectó su pérdida. A veces las
pasiones más grandes pueden llevarnos a cometer los actos más increíbles sin
una pizca de temor o remordimiento.
Sin embargo,
veinticinco años después, cuando Espósito lo busca, Morales parece seguir
siendo el mismo. Se cambió de domicilio, y en vez de residir en la ciudad,
tiene una casa de campo donde vive lo más tranquilo. Más allá de acusar los
cambios típicos de la vejez, no ha cambiado nada. Al hablar de vuelta sobre el
caso, le confiesa a Espósito que secuestró a Gómez una noche, lo metió en el
baúl de su auto y a un costado de las vías, mientras pasaba el tren, lo mató
disparándole cuatro veces. Pero esta es una historia que le cuenta más para
dejar conforme a Espósito que otra cosa. Y cuando este insiste sobre cómo pudo
hacer para vivir todos estos años sin su mujer, Morales simplemente responde:
“Pasaron veinticinco años, Espósito. Olvídese”. Tema cerrado, asunto concluido.
Pero Benjamín
no se olvida, no ha olvidado nada. Por eso, a poco de haberse marchado, se
queda pensando. Y recuerda ese diálogo que tuvieron años atrás. Ya no le parece
creíble esa confesión del viudo. Ahí se da cuenta de que algo no encaja, de que
hay algo que el otro le está ocultando. Convencido y motivado por un indicio
que notó al principio, cuando llegó a la casa, Espósito pega la vuelta para
descubrir la pieza que falta.
Para el final,
sobran las palabras. Siento que nada de lo que yo pueda escribir alcanzaría
para describir lo que me produce esa escena de la película. Esa frase de
Morales, que para mí sirve de perfecto epílogo para el caso: Usted dijo
perpetua. El ruego de Gómez: “pídale que aunque sea me hable”. Ahí nos
damos cuenta de cuán férrea fue la voluntad de Morales al momento de castigar
al asesino de su esposa: ni plomo ni tortura, sino una celda silenciosa. Y ni
una sola palabra. Nada. Es la nada que anticipan sus palabras veinticinco años
atrás: una vida vacía, una vida incompleta, una vida llena de nada. Y prisión
perpetua, como lo dictan la ley y la justicia… aunque en la práctica nunca se
cumplan.
Es sin dudas
loable la determinación de Morales al hacerse cargo de lo que le corresponde al
Estado. Por eso, lo considero el ejemplo más claro de justicia por mano
propia, que es cuando un ciudadano inflige un castigo a otro que ha
cometido un delito, y es llevado a cabo generalmente a través de medios
ilegales o ilícitos. Ciertamente, el secuestro y la privación ilegítima de la
libertad son ilegales, pero quién puede juzgar a Morales en este caso, si el
sistema de justicia le falló, y liberó a un condenado que se supone que no
debería salir nunca de prisión. Obviamente, la mayoría nos pondríamos de su
lado, comprenderíamos su razonamiento: si Gómez ha sido sentenciado a cadena
perpetua, tiene que cumplir cadena perpetua y punto. Da lo mismo si es en una
cárcel estatal o en una celda privada.
El tema es que,
al igual que la venganza, la justicia por mano propia también tiene su precio.
No sólo por las consecuencias legales y penales que podrían tener lugar fuera
descubierto. Al convertirse en el carcelero de Gómez, lamentablemente Morales
ha tenido que resignar un montón de aspectos de su vida. No volvió a casarse y
no tuvo hijos. Se quedó estancado, detenido en el tiempo, solo con su pena. Sin
otras personas a su alrededor que pudieran motivarlo a soltar el pasado y
pensar en el futuro, es lógico pensar que el anhelo de justicia se haya vuelto
una obsesión para él. Y que no le terminara importando nada más que garantizar
la condena del tipo que le arrebató la vida a Liliana, porque en cierta forma
también lo mató a él. Y por eso, en cierta forma, la prisión de Gómez lo
aprisiona. No me parece casual, de hecho, esa toma donde muestran a Morales
como si estuviera detrás de los barrotes, como si fuera un prisionero, que es
cuando afirma: “Usted dijo perpetua”. Pasa que, básicamente, es prisionero de
su causa. Es lo mismo que cuando juramos guardar un secreto y, atados a nuestro
juramento, nos vemos obligados a mentir para proteger esa verdad que no puede
ser revelada. Por eso Morales le miente a Espósito, porque prefiere que
Espósito crea muerto a Gómez y que así no siga indagando. Y por un momento
logra convencerlo… pero no contaba con la astuta memoria del Benjamín.
Acá no quisiera
caer en juicios de valor ni debates sobre si es moralmente correcto o no
ejercer la justicia por mano propia o buscar venganza, porque cada persona
puede tener una opinión distinta formada al respecto. Yo me limito a comentar
cómo, desde el plano de la ficción en general, cualquiera de las dos funciona
para mostrar los matices de la naturaleza humana ante una pérdida, una injusticia,
un crimen no resuelto. El moreno y Morales tienen en común la pérdida: uno
perdió a su hermano, el otro a su esposa. Los dos son víctimas de la
injusticia: Fierro nunca fue preso por el homicidio del hermano mayor del
moreno, mientras que Gómez, si bien cayó preso, fue condenado y encarcelado, no
cumplió su condena por un fallo del sistema. El crimen del hermano del moreno
nunca se resolvió (institucionalmente hablando), y el otro crimen… bueno, sí se
llegó a resolver, por lo menos, pero quedó en nada. Ahora, lo que diferencia a
los dos protagonistas de este artículo es el accionar que tomaron en sus
respectivas historias: el moreno simplemente quería venganza, cobrándose la
muerte de su hermano con la muerte del gaucho que lo mató, pero Morales fue más
allá, él procuró que la justicia recayera como correspondía sobre el asesino,
sin necesidad en absoluto de mancharse las manos.
De un lado o
del otro, tanto el moreno innominado como el viudo representan dos conceptos
distintos de lo que es un “justiciero”. No obstante, sus destinos están
ineludiblemente unidos a los de los “ajusticiados”. Son alcanzados por las
consecuencias de sus actos, ya sea de manera directa o indirecta.
Sin más que
agregar, me voy despidiendo. Muchísimas gracias por leer este artículo, y me gustaría poder
leer sus comentarios con lo que opinan al respecto. Yo no soy más que una
simple bacteria en esta enorme macrobiota digital que es Internet, y para nada
considero tener la verdad absoluta, por eso me parece importante la interacción
con los lectores.
Les dejo un
gran saludo, y nos leemos pronto.